XXVI semana del Tiempo Ordinario – Domingo
El firmamento es la gloria de Dios
El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos; un día transmite al otro este mensaje y las noches se van dando la noticia. Sin hablar, sin pronunciar palabras, sin que se escuche su voz, resuena su eco por toda la tierra y su lenguaje, hasta los confines del mundo. Allí puso una carpa para el sol, y este, igual que un esposo que sale de su alcoba, se alegra como un atleta al recorrer su camino. El sale de un extremo del cielo, su órbita llega hasta el otro extremo, y no hay nada que escape a su calor. Sal 18
Se comenzaba ya a sentir el aire caliente del verano, y yo había apenas terminado la preparatoria, cuando los papás de Mirela me pidieron que acompañara a su hija en la preparación de algunos exámenes. Nos exhortaron a establecernos por aquel período, en una casita de campaña, para así estudiar mejor. Fueron días maravillosos de estudio intenso, de amistad sincera, vividos en la solitud privilegiada de una casa construida en la cima de una colina que hacen inolvidable la campaña toscana. Las horas corrían demasiado rápido, los exámenes se acercaban y nosotros dos con concedíamos sólo alguna hora de descanso a la hora de las comidas. Y día decidimos hacer un poco de pasta y habíamos puesto una hoya de agua en el fuego. Esperando que el agua hirviera, subimos a la terraza. Ambas estábamos muy cansadas y nos sentamos en el suelo para gozar de la vista de los campos en la última luz del día. Cuando comenzamos a divisar las estrellas, nos acostamos para ver toda la bóveda del cielo y me abandoné a la contemplación todo el firmamento. Estábamos en silencio para contemplar la profundidad del firmamento, pasando de una estrella a otra que parecía más lejana. Aquella noche tuve la sensación de mi infinita pequeñez de frente a la profundidad del cielo y me abandoné en adoración de Aquél que habí creado una maravilla tal, sublime belleza. Acierto punto nos dimos cuenta de la realidad del olor de quemado que subía de la cocina, donde ya toda el agua se había evaporado. Fuimos precipitadamente a reparar los daños, pero lo hicimos en silencia para no perder el sentido del infinito que había nacido dentro de nosotras. Transcurrieron muchos años desde aquella noche, pero el cielo estrellado sigue siendo para mí la manifestación más amada de la gloria de Dios. Sé que Mirela, después de algunos años, entró a formar parte de una Orden monástica contemplativa: ¡quién sabe si también ella haya descubierto la inmensidad del amor divino!