XXIV semana del Tiempo Ordinario – Miércoles
La auto-defensa de los demás
«¿Con quién puedo comparar a los hombres de esta generación? ¿A quién se parecen? Se parecen a esos muchachos que están sentados en la plaza y se dicen entre ellos:»¡Les tocamos la flauta, y ustedes no bailaron! ¡Entonamos cantos fúnebres, y no lloraron!». Porque llegó Juan el Bautista, que no come pan ni bebe vino, y ustedes dicen: «¡Ha perdido la cabeza!». Llegó el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: «¡Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores!». Pero la Sabiduría ha sido reconocida como justa por todos sus hijos».Lc 7,31-35
Las palabras del evangelio de hoy, a primera lectura, no nos causan admiración como otras, más bien nos ponen preguntas algo inquietantes: ¿No seremos nosotros como aquellos a quienes Jesús reprocha con tanta severidad? ¿Qué cosa han hecho de equivocado? Para responder a esta pregunta hay que reflexionar si, en estos años, no corramos el riesgo de ser insensibles a las situaciones del hombre, sordos a las invitaciones que nos llegan para participar con gozo a los eventos alegres o a sufrir con los que quisiéramos estar con ellos en el dolor. Tal vez los varios tipos de información tratan de suscitar en nosotros sentimientos exageradamente intensos y por eso buscamos defendernos de los excesos de emotividad con algo de indiferencia. O tal vez porque el presente está lleno de insidias y el futuro aparece tan incierto, terminamos con parecernos al insecto que está a la orilla de mar, entra a arena y las piedritas, y que se esconde en la primara conchita que encuentra apenas uno lo toca, como se fuera tímido o reacciona picando como si estuviera fastidiado. También nosotros corremos el riesgo de meternos en nuestro individualismo, para no se envuelto en los problemas del prójimo. A veces nos defendemos criticando a otros en modo malévolo en cualquier modo que ellos se comporten para poder distanciarnos de ellos sin remordimientos de conciencia. Entre la indiferencia y los juicios temerarios, procuramos asegurarnos una existencia segura de cualquier disturbio, pero es una ilusión. Solo si aceptamos la invitación de Jesús de amarnos unos a otros y de escuchar y participar en las situaciones tristes o alegres del prójimo, podemos evitar que aquellos estados de apatía y depresión, hoy tanto difundidos. El esfuerzo para corresponder a las necesidades del prójimo es grande, pero la alegría que sentimos lo es todavía más grande.