29 de Agosto – El martirio de San Juan el Bautista
El rostro del misionero
En cuanto a ti, cíñete la cintura, levántate y diles todo lo que yo te ordene. No te dejes intimidar por ellos, no sea que te intimide yo delante de ellos. Mira que hoy hago de ti una plaza fuerte, una columna de hierro, una muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes de Judá y a sus jefes, a sus sacerdotes y al pueblo del país. Ellos combatirán contra ti, pero no te derrotarán, porque yo estoy contigo para librarte –oráculo del Señor –».Jr 1,17-19
Jeremías fue el profeta más incómodo que haya tenido Israel, por sus continuas llamadas a la fidelidad al Señor, dirigidas a los reyes, a los sacerdotes y al pueblo de Israel. En el texto de hoy el Señor le da el mandato, el poder y el carácter para sustentar, en su nombre, su propia batalla misionera. Todo fiel es un soldado, a quien el Señor consigna las armas para atacar las resistencia y las convicciones del mundo, y las que le servirán para defenderse de los contra ataques de las persecuciones. Nadie está dispuesto a ser atacado sin reaccionar a sus convicciones y a sus propios equilibrios existenciales a veces llevados a cabo con duras batallas personales. Por tanto, las palabras que hoy el Señor dirige a Jeremías son dirigidas a todo misionero:”En cuanto a ti, cíñete la cintura, levántate y diles todo lo que Yo te ordene… Mira que hoy hago de ti una plaza fuerte, una columna de hierro, una muralla de bronce”. Nunca nos ha sucedido de encontrar a los misioneros con las manos señoriles o con cara de empleados de escribanía; son siempre llenas de arrugas, que se han formado en las batallas sostenidas bajo el soplar del viento, ya sea atmosférico que social. Recuerdo al padre Daniel, quien el día anterior a su partida para África, vino a cena a nuestra casa. Tenía la cara limpia y sonriente del estudiante apenas salido del seminario, quien estaba finalmente por realizar su sueño de partir para la misión. Lo encontré tres años después en el “slam” de Korogocho donde ha sustituido al padre Zanotelli, y casi no lo reconocía. Su rostro se había oscurecido y tenía la cara marcado ya de arrugas, como las que forma el viento en el desierto, pero tenía la misma sonrisa y los ojos como los de uno que ha consagrado su vida a la misión.