IV semana de Tiempo Ordinario – Miércoles
Nadie es profeta en su propia patria
Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: «¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanos no viven aquí entre nosotros?». Y Jesús era para ellos un motivo de escándalo. Por eso les dijo: «Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa». Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. Y él se asombraba de su falta de fe. Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente.Mc 6,1-6
Cuando yo era pequeño, vivía en Sieci, un pueblito en las campiñas de la Toscana a lo largo del río Arno, antes de su entrada en Florencia. En ese iempo, en Sieci, los notables del país eran el párroco, el farmacéutico, el jefe de la estación y mi madre,que enseñó a leer,a escribir y la aritmética a varias generaciones de personas. Como era alta e imponente, los habitantes de Sieci la llamaban «la maestrona» y, por lo tanto, para todos yo era el hijo de la maestrona. Luego crecí, me hice ingeniero y, debido a mi profesión,viajé por todo el mundo, pero aún hoy, cuando vuelvo a Sieci para ir a visitar a mis padres que descansan en el cementerio del pueblo,para los ancianos – que entonces eran muchachos amigos míos – siempre soy “el hijo de la maestrona”. Lo mismo le sucedió a Jesús, que mientras en Cafarnaún, Betsaida y en los otros pueblos de la Galilea se había convertido en un personaje público y realizaba muchos milagros,en Nazaret fue y quedó siempre como el hijo del carpintero. Así que cuando volvia y narraba sus parábolas que revelaban los misterios del reino de los cielos, la gente, aunque se quedaba admirada, se preguntaba de dónde le había llegado toda esa sabiduría al hijo del carpintero. En Nazaret Jesús nunca despertó la fe que había despertado en otras ciudades, y por esta razón, no pudo nunca realizar muchos milagros, que nacen de la combinación del poder divino del Señor con la fe de las personas que recurren a él. Jesús siempre sufrió la amargura de esta situación, no porque quisiera el reconocimiento de su ciudad, sino porque le dolía el hecho de no poder ser de ayuda a aquellos que conocía desde su infancia y de no poderlos curar en el cuerpo y el espíritu, como lo hacía en toda Palestina. Este dolor suyo nos hace sentir a Jesús muy humano y muy cercano a nosotros, siendo siempre para nosotros el Hijo de Dios y Dios mismo. Tal vez en ningún otro lugar, como en Nazaret, las dos naturalezas, humana y divina, se vieron en Él tan distintas y separadas. Para nosotros, sin embargo, no lo son, y cada día siguen siendo objeto de su providencia, de su gracia y de sus curaciones,interiores y tambén físicas.