Tiempo de Adviento – 22 de diciembre
La oración del “Magníficat”
María dijo entonces: «Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz, porque el Todopoderoso he hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo! Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Socorrió a Israel, su servidor, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y de su descendencia para siempre». Lc 1,46-55
La oración del “Magnificat”, con la que María da inicio a los tiempos mesiánicos y la historia de la iglesia, nuestra meditación se hace silencio, como cuando contemplamos el misterio de la cueva de Belén. Cualquier comentario correría el riesgo de empañar el fulgor de las palabras de esta mujer hebrea, que resplandecen como estrellas en el cielo. Hay una, en particular, que nos hace reflexionar, porque aparece en preciso contraste con las categorías del pensamiento contemporáneo y la palabra “humildad” nos parecería indicar actitudes de pequeñez, de insignificancia, de escaso valor. Y es propiamente en este sentido que, tal vez, se elige para presentarse en manera humilde, con el fin de evitar las fatigas y los riesgos de proyectos grandes y audaces. Pero esta no es verdadera humildad, sino una excusa o más bien un cómodo alivio. María nos enseña la verdadera humildad: aquella que deriva, de la conciencia de ser tan pequeños, pero instrumentos de un Señor tan grande y dispuesto a confiarnos sus proyectos. Entonces, la frente se alza y el pensamiento vuela alto sobre las alas de la misma fe que impulsa a San Paulo a escribir, en la Carta a los Filipenses: “Yo lo puedo todo en aquel que me conforta”(Flp 4,13). Las palabras del “Magnificat” nos exhortan a ponernos humildemente al servicio del Señor que, según sus planes, obrará en nosotros cosas grandes, para gloria y alabanza de su nombre.