ESFL330

XXXI semana del Tiempo Ordinario – Lunes

La Iglesia salvará a los hebreos 

Porque los dones y el llamado de Dios son irrevocables. En efecto, ustedes antes desobedecieron a Dios, pero ahora, a causa de la desobediencia de ellos, han alcanzado misericordia. De la misma manera, ahora que ustedes han alcanzado misericordia, ellos se niegan a obedecer a Dios. Pero esto es para que ellos también alcancen misericordia. Porque Dios sometió a todos a la desobediencia, para tener misericordia de todos. ¡Qué profunda y llena de riqueza es la sabiduría y la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus designios y qué incomprensibles sus caminos! ¿Quién penetró en el pensamiento del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le dio algo, para que tenga derecho a ser retribuido? Porque todo viene de él, ha sido por él, y es para él. ¡A él sea la gloria eternamente! Amén. Rm 11,29-36

Hace algunos días invitamos a comer a Oliviero y Juan, dos amigos con quienes hace ya treinta años comenzamos el camino de fe. Como sucede con frecuencia, cuando se encuentra uno con el Señor, hablamos de las Sagradas Escrituras, un argumento que nos ha unido en el pasado y que todavía ahora nos une. La conversación se desenvolvió sobre la historia del pueblo hebreo. Oliviero sostenía que éste es todavía el pueblo elegido porque, como dice San Pablo en el texto de hoy: “¡Los dones y la llamada de Dios son irrevocables! Yo contestaba que los hebreos son amado por Dios “a causa de los padres [Abraham, Isaac y Jacob], pero no más que los esquimales, y que ya no son el pueblo elegido porque aquel tiempo ya pasó. Hoy este rol pertenece a la Iglesia, gracias a la cual – dice San Pablo – también el pueblo hebreo está llamado a la salvación. Es maravilloso que los mismos pecados de los hombres contribuyan a hacer más luminoso el amor operante del Padre y y faciliten la difusión del evangelio. ¡Dios escribe derecho sobre nuestros renglones chuecos! Esta estrategia divina – dice de nuevo Pablo – en comparación con el abismo inexplicable “de la riqueza, de la sabiduría y del conocimiento de Dios no es nada. “De hecho, ¿Quién ha conocido el pensamiento del Señor?” Todo en Él es un misterio, que a nosotros mortales se nos ha revelado como un rayo de luz, para que aumente siempre nuestra sed de conocerlo y desear adorarlo. Lo que podemos decir del misterio de Dios, son solamente pequeñeces. Permanece todavía el estupor que suscitan el cielo estrellado y el hilo de la yerba, deferente a los cuales una mente excelsa como la de Dante ha exclamado: “Oh gracia divina, que se me ha concedido, y que tuve el valor de profundizar y ver en la claridad de la luz con su fuerza visual” (Paraíso XXXIII, 82-84).

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