XVII semana del Tiempo Ordinario – Miércoles
La oración nos transforma
Cuando Moisés bajó de la montaña del Sinaí, trayendo en sus manos las dos tablas del Testimonio, no sabía que su rostro se había vuelto radiante porque había hablado con el Señor. Al verlo, Aarón y todos los israelitas advirtieron que su rostro resplandecía, y tuvieron miedo de acercarse a él. Pero Moisés los llamó …. Cuando Moisés terminó de hablarles, se cubrió el rostro con un velo. Y siempre que iba a presentarse delante del Señor para conversar con él, se quitaba el velo hasta que salía de la Carpa. Al salir, comunicaba a los israelitas lo que el Señor le había ordenado, y los israelitas veían que su rostro estaba radiante. Después Moisés volvía a poner el velo sobre su rostro Ex 34,29-35
Está escrito en el Génesis que “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza” (Gn 1,27). La imagen de Dios impresa en el hombre, trae consigo todos los aspectos de su vida: pensamientos, sentimientos, acciones, palabras y el rostro. No es una imagen fija e inmutable, como la de un pintor que pinta el retrato de una persona. Es una imagen viva, una clase de pigmentación espiritual que permite el despertar o el adormecer de los aspectos divinos, a según el hombre se expone a la presencia de Dios. La máxima exposición se obtiene durante la oración: en ese momento los pensamientos, las acciones, las palabras y, por consiguiente, el rostro del hombre se acercan a Dios a cuya imagen son reproducidos, aunque un poco deformada por el pecado. Cuanto más el hombre se expone a Dios, tanto más su pigmentación espiritual le permite tomar los connotados divino. Por eso Moisés, después de haber estado largo tiempo con el Señor en el monte Sinaí, «cuando descendió del monte la piel de su rostro se había hecho radiante». Moisés era un hombre de mucha oración y su espiritualidad se había afinado con el tiempo, por eso podemos imaginar la luminosidad de su rostro, cuando bajó del monte para regresar al campamento de los Israelitas. Ellos se habían quedado a discurrir entre ellos mismos y a construir el becerro de oro. Viendo que la piel de su rostro era radiante, tuvieron miedo de acercarse a él». Moisés tenía la misión de hacer crecer a su pueblo en la fe, pero gradualmente, para no escandalizarlo con tanta diversidad. Así, después de haber hablado con el Señor «se puso un velo sobre la cara», pero cuando entraba ante el Señor para hablar con Él, se lo quitaba, hasta no salir de ahí». Creo que esto es lo que debemos hacer también nosotros, después de nuestra oración matinal: debemos cubrirnos la cara con un velo, de modo que la luz de todo lo que hemos recibido, se trasluzca en nuestras palabras y obras para que iluminen dulcemente a las personas que encontramos durante el día. Podemos imaginarnos como el rostro de Jesús fuera luminoso, cuando se trasfiguró en el monte Tabor, con su pigmentación espiritual de Hijo de Dios sin pecado.