XIII semana de Tiempo Ordinario – Domingo
Recibir al Señor
El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me recibe, recibe a aquel que me envió. El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo, tendrá la recompensa de un justo. Les aseguro que cualquiera que dé a beber, aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa». Mt 10,40-42
En nuestros días se habla mucho de acogida. Para el evangelista Mateo, el cual ha pasado la primera parte de su vida en acumular dinero y en pensar solamente a sí mismo, el verdadero signo de conversión es el abrirse a acoger a los demás. Mateo es el evangelista de la acogida: es éste el trato del Maestro que más lo ha impactado y que ha transmitido en su evangelio. En el pasaje de hoy Jesús anuncia: «El que los recibe a ustedes, me recibe a mí… El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo, tendrá la recompensa de un justo ». Podemos resumir este mensaje de esta manera: quien recibe al hombre de Dios por ser hombre de Dios, discípulo, profeta o justo, tendrá como recompensa al mismo Dios. Más adelante, en el evangelio de san Mateo, Jesús se identifica con los pobres, los necesitados y los pequeños: «tuve hambre, tuve sed, estaba de paso, desnudo, enfermo, preso » (Mt 25,31-36). El Señor vive y se presenta a nosotros en el pobre, en quien necesita ser acogido. Me a tocado a mi, aunque con muy poco mérito de mi parte, vivir esta experiencia. Al inicio de nuestro matrimonio, Ana María me hablaba siempre más frecuentemente de su deseo de adoptar a un niño abandonado, para que creciera con nosotros y participara de nuestro bienestar. Un poco para complacerla, un poco para poder finalmente vivir yo en paz, dí mi consentiminto para presentar la solicitud al tribunal de menores de Milán, Italia, pero en mi corazón esperaba que el trámite se fuera a perder en alguna parte. Pero no: el tramite no se perdió. Cuando Ana María estava esperando nuestro tercer hijo, el tribunal nos pidió ir a Locri, en Calabria, para adoptar con urgencia a María Carmela. Mi mujer estaba entusiasta, mientras que yo para nada. Cuando me hallé en el recibidor del orfanato de Locri, con Anna Maria felíz y Maria Carmela sonriente, mi primer instinto fue el de escapar. No estaba yo preparado para aquella adopción, me sentía engatusado, traicionado y violentado en mis deseos y mis proyectos de vida; pero no podía echarme para atrás. En aquel momento y con aquel estado de espíritu, cerré los ojos y dije al Señor: “Señor, recibo a esta niña como si te recibiera a ti”. Y me lancé. Hoy, después de tantos años, tengo que confesar que en María Carmela de veras me estaba esperando el Señor, porque «Les aseguro que cualquiera que dé a beber, aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa» (Mt 10,42). Verdaderamente el Señor fue un gran caballero de palabra: Él no se deja vencer en generosidad por nadie. Desde aquel día se hizo encontrar y reconocer en la Palabra, en la Providencia, en la Eucaristía y en los Pobres. Nació para mi otra manera de vivir.