VII Semana de Pascua – Domingo de la Ascención.
Ascensión de Jesús al cielo
Después de su Pasión, Jesús se manifestó a ellos dándoles numerosas pruebas de que vivía …. En una ocasión, mientras estaba comiendo con ellos, les recomendó que no se alejaran de Jerusalén …. Los que estaban reunidos le preguntaron: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?». El les respondió: «No les corresponde a ustedes conocer el tiempo y el momento que el Padre ha establecido con su propia autoridad. Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra». Dicho esto, los Apóstoles lo vieron elevarse, y una nube lo ocultó de la vista de ellos. Como permanecían con la mirada puesta en el cielo mientras Jesús subía, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: «Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir». Hch 1,3-11
Jesús ha cumplido su misión en la tierra y promete a sus discípulos al Espíritu Santo que les hará recordar todo lo han escuchado y vivido tres años juntos, al final Jesús asciende a los cielos. Sus discípulos permanecen mirando hacia el cielo, como los niños que miran los globos subir al cielo y desaparecer entre las nubes. Pero ¿a dónde se fue el Señor el día de la Ascensión? Ciertamente no al cielo físico, o en un lugar en el universo, ¿el Paraíso, donde el Señor está sentado a la derecha del Padre, con su cuerpo, donde se encuentra? Nadie lo sabe. Nuestros conocimientos de lugar y tiempo que tenemos nos hace pensar que en un lugar en donde el tiempo se trasforma en la eternidad, una realidad que tenga características infinitas. Nosotros con nuestras reflexiones, debemos detenernos aquí. Más allá no podemos ir.
Es importante, sin embargo, abandonarnos a la fe y cree que este ambiente espiritual exista: ahí junto con Dios Padre y Espíritu Santo nos esperan el abuelo Renzo, la abuela Rita, el abuelo Mario, la abuela Albertina, el tío Ilo, el tío Hugo, el padre Cipriano, el padre Arturo, el padre Francisco, Don Roberto, padre Tomás y todas las demás personas queridas que nos han dejado preciosísima herencia de afectos, de ejemplos y enseñanzas. Probablemente este es el acto de fe más grande que se nos haya pedido, pero si lo hacemos con humildad, seremos iluminados. Para entender esto es necesario para vivir y obrar en el proyecto de la vida que se nos ha confiado. Al final iremos también nosotros en aquel cielo, dejando momentáneamente muestro cuerpo en la tierra, en la esperanza que también él resucite. Esto es lo que Jesucristo nos ha enseñado y que nosotros creemos. Con esta fe vivimos en la alegría y en la seguridad de que todo lo que nos ha dicho Jesús, y que la Iglesia nos recuerda, es verdadero.