II Semana de Pascua – Domingo.
La fe, la vida, la Iglesia
Ocho días más tarde …. apareció Jesús, estando cerradas las puertas …. y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!». Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. … En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe». Tomas respondió: «¡Señor mío y Dios mío!. Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!». Jn 20,26-31
Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones. Un santo temor se apoderó de todos ellos, porque los Apóstoles realizaban muchos prodigios y signos. Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común: vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos, según las necesidades de cada uno. Íntimamente unidos, frecuentaban a diario el Templo, partían el pan en sus casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón; ellos alababan a Dios y eran queridos por todo el pueblo. Hch 2,42-47
Hoy los Actos de los Apóstoles nos hablan de la primera iglesia, la que se formó en Jerusalén inmediatamente después de Pentecostés. Es una iglesia constituida por pocos fieles, que no duró mucho ya que llegaron las persecuciones y la diáspora, por lo que los cristianos se dispersaron. Pero aunque pequeña y de breve duración, esa comunidad representaba la iglesia ideal, y es en esa comunidad cristiana que la Iglesia de todos los tiempos tiene que configurarse para no perder sus propios valores originales. Esa pequeña comunidad eclesial tiene todo: la escucha de las enseñanzas de los apóstoles, la unión fraterna, la oración, y la Eucaristía, la comparticipación de bienes, las comunidades consumían en la alegría y simplicidad del corazón, la alabanza, la alegría y la estima de todo el pueblo. Es una comunidad perfecta. Con el pasar del tiempo la Iglesia se amplificó y creció en número, y se convierte en un río que corre lento y majestuoso entre las dificultades de la historia, pero ha perdido la pureza que tenía en sus inicios, cuando brillaba el solo y ella jugaba con las piedrecillas de la montaña. Sin embargo todos estos valores originales, que por la globalidad se han perdido, se pueden reencontrar en las comunidades locales y en las familias, que constituyen la Iglesia doméstica. Cuando los domingos las familias de nuestro hijos casados se encuentran después de la misa, en uestra casa, comemos juntos, después de haber bendecido la mesa y, en un alegre corretío de los nietecitos, nos contamos los eventos de la semana, ayudándonos y aconsejándonos unos con otros, todos revivimos el espíritu de la primera iglesia descrita por los Hechos de los Apóstoles. Es hermoso descubrir cuán precisos sean estas costumbres y nos alegra constatar que nos hemos reducido al fin de la semana. Hoy son muy numerosas las familias que optan por transcurrir así el Día del Señor.