V semana del Tiempo Ordinario – Domingo
Ser sal y luz
Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo. Mt 5,13-16
Hay páginas dedicadas a todos, y hay otras dedicadas solo a los apóstoles, a aquéllos que han dejado todo para seguir a Jesús, y que en el texto de hoy están identificados por la palabra “Ustedes”. Jesús ha siempre hecho esta distinción entre la gente y entre sus discípulos. “La gente, ¿quién dice que Yo se? (Mc 8,27-29) preguntó un día a sus apóstoles. También nosotros que todas las mañana oramos juntos desde hace muchos años asimilando algo del pensamiento de Dios, podemos considerarnos parte de aquel “Ustedes” a quienes va dedicado el evangelio de hoy. A nosotros, pues, el Señor nos dice, como en aquel tiempo a los apóstoles: “Ustedes son la sal de la tierra, y la luz del mundo”. Reflexionemos sobre el “ser sal de la tierra y luz del mundo” para encontrar el sentido de nuestra oración diaria y de nuestra misión que se nos confía cada día en cualquier parte en que vivamos. La primera reflexión que hay que hacer es que la sal y la luz tienen algo en común, es decir, no existen para sí mismas sino para los demás. La sal tiene como fin dar sabor a los alimentos y la luz es la que nos permite ver. Podemos identificar la sal con la “fe” que da significado a nuestra vida y, si nosotros la trasmitimos a los demás, da sentido y sabor a las personas que encontramos durante el día. Podemos también identificar la “luz” con aquella sabiduría que viene del Espíritu y que nos permite ver el misterio que brilla escondido en las cosas y en el grande proyecto del Señor en el trascurso de la vida diaria. Nos viene a la mente aquellos tres cinceles que rompían las piedras para construir la catedral de Reims. Uno era triste, otro sereno y el tercero feliz. Uno que pasaba casualmente le preguntó al triste: “¿Qué estás haciendo?” “¿No lo ves?” – respondió – estoy trabajando”. Después le pregunta al sereno: “Y tú ¿qué estás haciendo” . Él respondió: “Me gano el pan diario”. Luego preguntó al cincel feliz: “¿Qué estás haciendo?” Y él contestó: “Estoy construyendo una catedral. Los tres respondieron con la verdad, pero sólo el tercero veía el fin grande de su fatiga y era feliz. Es la luce del Espíritu Santo, la que nos introduce en el misterio para poder ver el misterio y fin de nuestra vida y de nuestro proyecto cotidiano.