XX semana del Tiempo Ordinario – Domingo
La seguridad desciende de la Fe
Esperé confiadamente en el Señor: él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor. Me sacó de la fosa infernal, del barro cenagoso; afianzó mis pies sobre la roca y afirmó mis pasos. Puso en mi boca un canto nuevo, un himno a nuestro Dios. ….¡Feliz el que pone en el Señor toda su confianza, y no se vuelve hacia los rebeldes que se extravían tras la mentira! ¡Cuántas maravillas has realizado, Señor, Dios mío! …. nadie se te puede comparar. …. entonces dije: «Aquí estoy. En el libro de la Ley está escrito lo que tengo que hacer: yo amo. Dios mío, tu voluntad, y tu ley está en mi corazón». Proclamé gozosamente tu justicia en la gran asamblea; no, no mantuve cerrados mis labios, tú lo sabes, Señor. Sal 39
Al principio de 1972, cuando había ya nacido nuestros dos primeros hijos, Juan Mario y Juan Andrés, yo estaba desocupado. Era por mi culpa,: un año antes me había dimitido de la grande sociedad metalmecánica que me daba la misma tranquilidad de un seguro trasatlántico para ir a dirigir una pequeña hacienda patronal. Habría probado la emoción del mar, pero era todavía demasiado joven e inexperto para guiar aquella pequeña barca entre las olas de los movimientos sociales de 1968. Había apenas hecho la estupidez, que el Señor, después de tantas oraciones, había remediado haciéndome a Eugenio Capetti, una persona que entendió mi drama y me ayudó a entrar al Ingeco, una sociedad de proyectos. Tenía de nuevo un buen trabajo, me había quedado aquella fastidiosa inseguridad que ataca a aquellos que han sido golpeados de los olas del un mar más fuerte que ellos. Fue en esas condiciones de espíritu que, junto con Ana María, en el octavo mes de estar en cinta, fui a Calabria y adopté a María Carmela. Aunque no fuera para mí una nueva aventura, de frente a esa niña, en la sala del orfanatorio, hice mentalmente esta oración: “Señor, acepto como hija a María Carmela, como si te aceptase a ti”. Nunca me hubiera imaginado que aquella oración habría cambiado radicalmente mi vida. Después de un poco mi fe, que hasta entonces había sido habitual, se convirtió viva y vital. Y con la fe encontré también la confianza en mí mismo que había perdido: “He esperado, he esperado en el Señor, y Él se ha inclinado sobre mí, y escucho mi grito. Me ha sacado de un pozo de aguas abundantes, del lodo de aquel pantano; ha establecido mis pies sobre la roca, y ha asegurado mis pasos”. Desde entonces el Señor, “me ha puesto en mi boca un canto nuevo, una alabanza a nuestro Dios”, que me ha acompañado toda la vida. Sin embargo, antes de inclinarse sobre mí, el Señor esperó que yo también me inclinara para recibirlo a Él en la persona de María Carmela. Hoy en día, cuando pienso en la seguridad que el Señor me ha dado, no puedo sino pensar de donde viene. Es un don suyo.
Desde entonces, “Señor, he anunciado tu justicia en la grande asamblea, ve: no tengo cerrados los labios, Señor, Tú lo sabes”.