XIX semana del Tiempo Ordinario – Domingo
El amor se hace alimento para los demás
Los judíos murmuraban de él, porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo». Y decían: «¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madres. ¿Cómo puede decir ahora: «Yo he bajado del cielo»? Jesús tomó la palabra y les dijo: «No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los Profetas: «Todos serán instruidos por Dios». Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí. Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo». Jn 6,41-51
Es casi impenetrable el misterio de amor de la Eucaristía, y por cuanto queramos meditar en el evangelio de hoy, solo la fe nos permite abandonarnos a ella. Podemos, sin embargo, acercarnos un poco a la idea de donación total que Cristo hace de sí mismo, haciendo alguna analogía de nuestras experiencias de la vida. La más dulce que hay que recordar, es aquella de las mamás que alimentan a sus niños para que este crezca. El amor materno se concretiza en dar, en el hacerse alimento para hacer crecer al niño. Y el niño, creatura tan frágil, tiene la sensación de depender de aquel abrazo, lo busca, está inquieto hasta cuando no lo siente, y después se abandona con confianza, saciándose de su leche y de su amor. A medida que crece, si es creyente, podrá revivir el mismo deseo de alimentarse de la comida que da la vida y quedar satisfecho, recibiendo la Eucaristía. Responder a la invitación que Cristo nos hace significa verdaderamente alimentarnos de su amor y recibir una partecilla de su divinidad. Y así como el permanece indisoluble la unión del niño con la madre, él buscará a su mamá en el peligro, como se narra de los soldados que están heridos al frente de batalla, así también el creyente vive el sentido de la unión con Dios.
Ayúdanos, Señor, no tanto entender el misterio de la Eucaristía, sino más bien recibirle con fe para capaces de entregarnos a los demás.