ESFS189

XXXIV semana del Tiempo Ordinario – Domingo

Nuestro Señor Jesús Cristo Rey

El canto del peregrino

¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la Casa del Señor»! Nuestros pies ya están pisando tus umbrales, Jerusalén. Jerusalén, que fuiste construida como ciudad bien compacta y armoniosa. Allí suben las tribus, las tribus del Señor –según es norma en Israel– para celebrar el nombre del Señor. Porque allí está el trono de la justicia, el trono de la casa de David. Auguren la paz a Jerusalén: «¡Vivan seguros los que te aman! ¡Haya paz en tus muros y seguridad en tus palacios!». Por amor a mis hermanos y amigos, diré: «La paz esté contigo». Por amor a la Casa del Señor, nuestro Dios, buscaré tu felicidad. Sal 121

El de hoy es uno de los maravillosos cantos de las Ascensiones, que Israel celebraba en Jerusalén como ciudad santa, porque en ella se sentía la fe del pueblo. Ya que Jerusalén está situada en la cima del monte, los peregrino, provenientes de la Palestina, llegaban ahí cansados, pero con el corazón alegre, deteniéndose al llegar para gozar de la visión de la ciudad: “Ya nuestros pies están a tus puertas, Jerusalén!” Jerusalén era la ciudad privilegiada “para alabar el nombre del Señor y para administrar la justica-. “Ahí están los tronos del juicio, los tronos de la casa de David”. Para los cristianos los cantos de las ascensiones son ahora el símbolo de la peregrinación terrena hacia la Jerusalén celestial, a donde se llega cansados, y a veces amargados, porque nos damos  cuenta de haber vivido una vida llena de contradicciones.

Recuerdo la última parte de la subida del abuelo Renzo: estaba enfermo, cansado y no veía la hora de llegar a la cima. No le interesaba ya esta vida: escuchaba lo que yole decía con la indiferencia de quien había abandonado las maletas terrenas para subir con más prisa. Participaba con interés sólo cuando le proponía de orar juntos. Uno de sus últimos días fui a verlo al hospital de Florencia y lo encontré muy sonriente. “¿Qué te han dicho los médicos? ¿Has mejorado un poco?”  “No, no – respondía – ya no me curan; me dan sólo las medicinas para quitarme los dolores. ¡Qué alegría cuando me dijeron: Iremos a la Casa del Señor!” En aquel momento comprendí su sonrisa y me di cuenta del camino espiritual que, en sus últimos tiempos, había hecho en el silencio. Se estaba acercando, con las piernas cansadas y el corazón alegre a las puertas de Jerusalén, donde “están los tronos del juicio”. Pero estaba feliz porque estaba seguro de encontrar al Señor de la Misericordia.

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