ESFL350

XXXIII semana del Tiempo Ordinario – Sábado

Destinados a la eternidad

Se le acercaron algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: «Maestro, Moisés nos ha ordenado: «Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda». Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?». Jesús les respondió: «En este mundo los hombres y las mujeres se casa, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque… son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.Lc 20,27-36.

En el evangelio de ayer fueron los fariseos lo que ponen a la prueba a Jesús, hoy son los saduceos, otras veces serán los escribas; todas estas categorías de personas en contrasto unas con otros, entre ellos mismos, pero de acuerdo en acabar con aquel nuevo Rabí. Es un signo bueno porque las personas son como las leyes: cuando se oponen quiere decir que son justas las leyes. Estos saduceos ponen a Jesús una pregunta sobre la resurrección de los muertos, que para nosotros es de capital importancia. Ellos no creen en la resurrección de los muertos. Pero en vez de poner la pregunta en modo directo, recurren a una estrategia o trampa para desacreditar a Jesús, pero Jesús no se deja se deja atrapar de sorpresa, aunque esta pregunta sea capciosa. Al centro de la revelación cristiana está, por cierto, la resurrección de los muertos, sin la cual, “vana es nuestra predicación y vana la fe de ustedes” (1Co 15,14).

El problema del hombre, de hecho, es el de dar sentido a la propia vida, porque todo proyecto terreno es siempre frustrado por la realidad de la muerte, que es la tumba de toda esperanza humana. Además de la resurrección de Cristo hay motivos lógicos que nos aseguran la vida eterna: estos son la fidelidad y el amor de Dios que, siendo infinitos, no pueden terminar con la muerte. Aquel Dios de quien nos habla Jesús, no es un dios como el de los filósofos: es un Dios: es un Dios que hace con el hombre, con todos los hombres, ana amistad y una alianza eternas. Esta historia del amor de Dios para el hombre no puede tener fin, porque presupondría la existencia de un Ser superior limitado, y por consecuencia no sería un Dios verdadero. Nuestro diálogo continuo con Él, en la oración, no puede ser más que eterno y después de la muerte, se debe realizar plenamente, porque lo que ahora es esperanza deberá convertirse en certeza. Y lo que vemos ahora en la sobra, lo veremos después en la luz, de otra manera ya no habría amor de Dios ni revelación de Jesucristo. San Pablo nos dice: «Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor»(Rm 8,38-39). Esta certeza da al hombre una serenidad sin fin.

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