XIII semana del Tiempo Ordinario – Martes
La tempestad detenida
Después Jesús subió a la barca y sus discípulos lo siguieron. De pronto se desató en el mar una tormenta tan grande, que las olas cubrían la barca. Mientras tanto, Jesús dormía. Acercándose a él, sus discípulos lo despertaron, diciéndole: «¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!». El les respondió: «¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?». Y levantándose, increpó al viento y al mar, y sobrevino una gran calma. Los hombres se decían entonces, llenos de admiración: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?». Mt 8,23-27
El Lago de Tiberíades, con sus frecuentes borrascas, representa bien la experiencia de la vida con todas sus dificultades. En la descrita hoy en el Evangelio, nos admira la contraposición entre el miedo de los apóstoles y la calma de Jesús, que duerme tranquilo, como el viento y la tempestad no existieran. Tenemos una duda: ¿el mar se agita porque Jesús duerme, o la fe permite a Jesús dormir, no obstante la tempestad en el lago? Las dos preguntas son legítimas, y esconden una verdad. Nuestra experiencia de vida, de hecho, con sus dificultades, nos enseña a todos que tenemos poca fe. Jesús se ha dormido a pesar de la tempestad que el viento ha producido. Pero también es cierto que, cuando los vientos de la vida han producido tempestades y no hemos tenido la fe para abandonarnos a las manos del Señor, hemos siempre vivido la experiencia del miedo. A un cierto punto, en los dos casos, como los discípulos en el evangelio de hoy, tuvimos que despertar al Señor, gritando: “Sálvanos, Señor, estamos perdidos”. Podemos, sin embargo, testimoniar que, en ese momento, el Señor ha siempre intervenido: Las tempestades han cesado, el mar se ha calmado y ahora hay calma. Podemos aún preguntarnos: “¿Cómo es posible que después de haber experimentado muchas veces la fidelidad del Señor que deshace nuestras dificultades, hacemos todavía la experiencia de nuestra poca fe?” Es un misterio que tiene sus raíces en nuestra incapacidad de comprender la importancia de tener fe, pero todo considerado, está bien así, porque nos permite experimentar siempre la bondad del Señor y su intervención en nuestras vidas. Es la misma experiencia que nuestros hijos han hecho de pequeños, cuando, no sabiendo todavía nadar, se acercaban a nosotros, confiados que los protegeríamos siempre.