XXII semana del Tiempo Ordinario – Martes
El camino de liberación
Jesús bajó a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y enseñaba los sábados. Y todos estaban asombrados de su enseñanza, porque hablaba con autoridad. En la sinagoga había un hombre que estaba poseído por el espíritu de un demonio impuro; y comenzó a gritar con fuerza; «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios». Pero Jesús lo increpó, diciendo: «Cállate y sal de este hombre». El demonio salió de él, arrojándolo al suelo en medio de todos. sin hacerle ningún daño. El temor se apoderó de todos, y se decían unos a otros: «¿Qué tiene su palabra? ¡Manda con autoridad y poder a los espíritus impuros, y ellos salen!». Y su fama se extendía por todas partes en aquella región. Lc 4,31-37
En el evangelio de hoy admiramos en Jesús el poder sobre las fuerzas del mal, la libertad interior ante la Ley judaica que le impediría de obrar en el día de sábado, y el hablar con autoridad durante su ensañamiento en la sinagoga de Nazaret. Estos son comportamientos típicos de quien tiene en manos la situación, de quien tiene las ideas claras sobre lo que debe decir. Cuando habla en parábolas notamos su capacidad de revelar, con palabras sencillas, las verdades sobre Dios y sobre el hombre antes nunca reveladas. Cuando cura a los enfermos y resucita a los muertos, a lo largo de los caminos de Palestina, nos admiran la fuerza divina y la compasión hacia los necesitados. Cuando discute con los escribas y los fariseos admiramos la claridad de sus ideas y la franqueza de la exposición de sus ideas; y cuando habla del Padre nos admiramos de la familiaridad y el respeto con que habla. En otras ocasiones nos admiramos del amor y de la compasión hacia los pecadores, que la sociedad aleja y condena. No hay en Jesús un comportamiento que no nos admire o que no se ponga en contraste con el hombre, con la sociedad y con Dios. ¿De dónde recibe Jesús tata grandeza? Hay sólo una respuesta: Jesús de Nazaret, habiendo nacido sin pecado, estás más arriba de nuestros límites humanos. Nuestros límites humanos son los que nos impiden amar, perdonar, ser libres, hacernos comprender las verdades de Dios y del hombre, hablar con sinceridad y obrar con sinceridad y autoridad en las varias circunstancias del día. Si esta es la situación, tenemos un modo solo para elevar a un nivel superior nuestra humanidad: iniciar un camino de conversión al seguimiento del Señor y combatir nuestras inclinaciones al pecado, calmando nuestra sed cada día de la fuente del evangelio y recibiendo con frecuencia los sacramentos. Es un camino exigente, que dará nos dará más frutos para una grandeza humana y cristiana. Los resultados los vemos en distintas personas, que con un camino semejante se han transformado literalmente. Aún siendo pecadores éste es el camino a la santidad.