III Semana de Cuaresma – Sábado.
El fariseo y el publicano
Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: «Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas». En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!». Les aseguro que este último volvió a sus casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado». Lc 18,9-14
Esta escena del fariseo e del publicano que subieron al templo a orar, nos muestra la diferencia entre la oración pagana y la cristiana. La primera es egocéntrica, la segunda es teocéntrica. . En la oración del fariseo, como sucedía y sucede en las oraciones paganas, al centro está él mismo. Se siente una persona justa, mejor que las demás. , que ayuna dos veces por semana, aunque la Ley había mandado de ayunar una sola vez. Paga los diezmos de cada cosa que posee, como marca la Ley. Él siente lo que es para sí mismo, no para Dios y no lo que Dios es para él. La oración la hace de pie, no tiene necesidad de arrodillarse para pedir perdón. Espera que Dios lo premie por sus obras buenas ya que él es mejor que los demás. El publicano, en cambio, que tal vez no iba a orar todos los días, se arrodilla, pone al centro de su oración a Dios y se siente necesitado de la misericordia del Señor, porque sabe bien que no ha cumplido la Ley de Dios ni con la de los hombres, como el fariseo. Él será, sin embargo, justificado y se convertirá en amigo de Dios, el fariseo no.
Este fariseo me recuerda Epifani, un soldado de mi regimiento cuando, hace muchos años, desarrollaba yo el servicio militar como oficial. En la tarde cuando todos salían a dar la vuelta por Vicenza, Epifani permanecía casi siempre solo, en el cuartel, porque no era muy despierto y su compañía no le agradaba su presencia. Una tarde le dije: “Epifani, ven conmigo, te invito a cenar afuera”. Fuimos al mismo restaurante al que iban los demás, y nos sentamos lejos de ellos a comer y a platicar toda la tarde. Desde aquel día, viendo los demás soldados que yo encontraba interesante la compañía de Epifani, lo invitaron también los demás, pero cuando había terminado mi servicio, nadie vino a despedirme a la estación del tren, sino solamente Epifani.