29 de diciembre
El viento sopla sobre la Iglesia
Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor,como está escrito en la Ley: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor». También debían ofrecer un sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Angel lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos».» Lc 2,22-35
Al final de los años sesenta, después de que el Espíritu Santo había soplado fuertemente sobre el Papa y los obispos del Concilio Vaticano II, comenzó a soplar sobre toda la iglesia. Fue un gran florecer de movimientos, asociaciones y corrientes espirituales, que en breve tiempo, se propagaron en todo el mundo, como el fuego empujado por el viento de la sabana. Por doquier surgieron grupos de oración y encuentros espirituales, que infundieron vida nueva en muchas personas, cuya fe se había un poco ofuscado. Fue un despertar general que recordaba el revivir de los huesos áridos en la visión del profeta Ezequiel: «La mano del Señor se posó sobre mí, y el Señor me sacó afuera por medio de su espíritu y me puso en el valle, que estaba lleno de huesos…..y el espíritu penetró en ellos. Así revivieron y se incorporaron sobre sus pies.». (Ez 37,1-10). En aquella nueva “Primavera de la Iglesia”, había nacido en Milán, un grupo de Renovación Carismática, en el cual un buen número de personas se encontraban para orar y alabar al Señor en un modo libre, más espontáneo y alegre respeto de las viejas habitudes. Vivía en aquel tiempo, en Milán, el padre de Thomas Beck, un Jesuita, quien vino a saber de esos encuentros, movido por el Espíritu, se acercó para ver lo que cosa sucedía. El encuentro del padre Thomas con aquella nueva realidad espiritual tuvo un éxito extraordinario: fue como si el uno y el otro se buscaran desde hacia tiempo. Sucedió que la Renovación Carismática de Milán, encontró su guía espiritual y aquel sacerdote encontró la Iglesia que siempre había soñado. El Espíritu, que había sugerido al padre Thomas de acercarse al grupo de oración era el mismo que dos mil años antes había sugerido al viejo Simeón de entrar en el templo, al mismo instante que José y María llevaron al niño Jesús para hacerlo circuncidar. El Anciano sacerdote, iluminado por el Espíritu, reconoce en el niño al Mesías, y su corazón lleno de alegría estalla en el maravilloso cántico del “Nunc dimittis”: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación».